lunes, 2 de marzo de 2020

Caldo de gallina



Cualquier excusa era válida para que mamá y papá pelearan. Luego de cada discusión, mamá caminaba hacia el corral de las gallinas, elegía una y le retorcía el pescuezo. Comíamos sopa durante varios días, y yo pensaba en que tal vez esa era su forma de hacer terapia.
A veces prefería deambular por el pueblo antes que oír la catarata de insultos que se dedicaban uno a otro. Un día regrese más tarde de lo habitual. El sol se perdía detrás de la arboleda del patio y los perros me recibieron inquietos, con un coro de aullidos desconsolados. La casa estaba en penumbras, iluminada débilmente por la intermitente luz de la cocina que papá había prometido arreglar tiempo atrás. Mamá estaba cortando huesos, mientras la sangre goteaba desde la mesada hasta el piso formando un charco oscuro. Pregunté por mi padre. «Salió», me contestó a secas. La caminata y las largas horas de escuela habían despertado mi apetito. «¿Qué hay para comer?», pregunté. Mamá giró hacia mí, cuchilla en mano, con una dulce sonrisa en su rostro. «Estoy preparando caldo de gallina. Poné la mesa para nosotros dos».
Cuando me asomé al patio para calmar el insistente ladrido de los perros, pude ver que las gallinas dormían en el corral. No faltaba ni una.

Esa noche, la cena estuvo deliciosa.

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