Cualquier
excusa era válida para que mamá y papá pelearan. Luego de cada discusión, mamá
caminaba hacia el corral de las gallinas, elegía una y le retorcía el
pescuezo. Comíamos sopa durante varios días, y yo pensaba en que tal vez esa
era su forma de hacer terapia.
A veces prefería
deambular por el pueblo antes que oír la catarata de insultos que se dedicaban
uno a otro. Un día regrese más
tarde de lo habitual. El sol se perdía detrás de la arboleda del patio y los
perros me recibieron inquietos, con un coro de aullidos desconsolados. La casa estaba en penumbras, iluminada débilmente por la intermitente luz de la cocina que
papá había prometido arreglar tiempo atrás. Mamá estaba cortando huesos,
mientras la sangre goteaba desde la mesada hasta el piso formando un charco
oscuro. Pregunté por mi padre. «Salió», me
contestó a secas. La caminata y las largas horas de escuela habían despertado
mi apetito. «¿Qué hay para comer?», pregunté. Mamá giró hacia mí, cuchilla en
mano, con una dulce sonrisa en su rostro. «Estoy preparando caldo de gallina.
Poné la mesa para nosotros dos».
Cuando me asomé al patio para calmar el insistente ladrido de los perros, pude ver que las gallinas dormían en el corral. No faltaba ni una.
Esa noche, la cena estuvo deliciosa.
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