sábado, 4 de enero de 2020

En la sangre




La noche comenzaba a desplegar sus sombras sobre el valle cuando el teléfono sonó en la oficina, entonces Guzmán supo que su deseo de celebrar la Navidad en familia quedaría trunco. Eso es lo que tiene llevar las riendas de la justicia en un pueblo perdido en medio de la nada, donde hay que hacer las veces de oficial, secretario y comisario por falta de presupuesto: siempre hay que estar atento a que nadie se meta en terreno ajeno a robar animales o, simplemente, cuidar de que nadie se deschavete a causa de la soledad. El llamado provenía desde la finca de Heredia y el hombre parecía estar desquiciado.

Días atrás, el que había llamado pidiendo auxilio y gritando palabras incomprensibles era Jónsson, su vecino. El viejo Jónsson tiene sus mañas. Hace cuarenta años que habita el sur argentino y aún no logra articular una frase en español, por lo cual su nieto Adam oficia como intérprete. Cuando Guzmán se presentó en la finca, el viejo salió a su encuentro cargando una lata de cerveza en una mano y arrastrando a su nieto con la otra. Jónsson gritaba y señalaba hacia la finca vecina.

—Mi abuelo dice que Heredia le mató tres cabras que escaparon de nuestro corral —dijo Adam.

Guzmán se arrodilló ante el niño. Le pidió que tranquilizara a su abuelo y que le dijera que investigaría lo sucedido. Lo que quiso decir, conocedor de que el viejo estaba armado hasta los dientes, era que no intentaran tomar la venganza en sus manos. Jónsson chasqueó su lengua, y se retiró vociferando y haciendo ademanes al aire.

—Mi abuelo dice que espera que haga algo, aunque no cree en usted ni en la justicia de los hombres.

«No existe más justicia que la de los hombres» pensó Guzmán, al tiempo que se puso en marcha hacia la finca lindante.

Ante las preguntas del comisario, Heredia se mostró ofendido y negó haber tenido alguna participación en el hecho, alegando que pudo haber sido algún animal salvaje. Lo cierto es que no había ningún elemento que lo incriminara a él o a algún peón de su finca. Desde ese día, el viejo Jónsson se había quedado masticando bronca.

Mientras Guzmán desandaba nuevamente el camino hacia la proximidad de las fincas de Heredia y Jónsson, pudo ver unos pequeños copos de nieve cayendo frente a los faros de su camioneta. Notó que los cerros estaban cubiertos por un manto blanco y recordó que la última vez que había nevado en verano sucedió el accidente de los padres de Adam, que se desbarrancaron con su camioneta yendo hacia Buenos Aires. A partir de ese momento, el niño había quedado a cargo del viejo. Pisó el acelerador y deseó que no se tratase de un mal presagio.

Heredia estaba desconsolado, y no era para menos. Decenas de cabras yacían en el corral, mutiladas sobre un río de sangre. El comisario le preguntó si había visto al atacante y el hombre confesó que, a causa de la oscuridad, solo vio una silueta corriendo hacia la finca de Jónsson.

La camioneta frenó junto a la puerta de la casa del viejo, y el comisario bajó arma en mano. No anunció su llegada. Volteó la puerta de una patada, desencajándola de sus bisagras. La casa permanecía en silencio y la oscuridad solo era quebrada por la intermitencia de las luces de un arbolito navideño. No tenía claro que los islandeses celebraran la Navidad, aunque supuso que sería cosa de Adam. Cuando llegó a la sala descubrió al viejo mirando por la ventana, agazapado, con la vista desorientada. El viejo se sorprendió ante la presencia de Guzmán y balbuceó palabras que el comisario no supo comprender.

En la oscuridad del corredor, se escucharon unos pasos sobre el piso de madera. Al girar, Guzmán pudo observar a través del intervalo de las luces del árbol navideño a Adam, sosteniendo con firmeza un hacha que goteaba sangre.

—Mi abuelo dice que hice algo malo —dijo el niño.

El viejo tomó a Guzmán por las solapas, mirándolo con unos ojos vacíos, mientras señalaba a su nieto.

Se oyó un silbido sobrecogedor que hizo que Guzmán y Jónsson se cubrieran la cabeza instintivamente. El techo de la casa voló por el aire, dejando paso a una siniestra danza de copos blancos que caían sobre la sala.

—También dice que hay tradiciones que se llevan en la sangre, y que te persiguen adonde vayas —añadió el niño, sonriendo.

Ante el asombro de los hombres, una mano gigante y verrugosa descendió hacia la sala, levantó al pequeño y lo apretujó. Guzmán corrió fuera de la casa seguido por Jónsson. Apuntó su arma hacia una figura humanoide de tamaño colosal, vestida con harapos y erguida sobre unas patas de cabra. Al hacer contacto visual con la criatura, quedó paralizado.

—Gryla —balbuceó el viejo, aferrado al umbral de la puerta.

Guzmán quedó hincado sobre la nieve, viendo como la criatura cargaba los restos del niño en un saco y se alejaba buscando la oscuridad de los cerros. En medio de su consternación, se preguntó cómo diablos haría el informe de lo sucedido esa noche. Recordó a su familia, que estaría celebrando la llegada de la Navidad, y se preguntó si su esposa estaría brindando con la madre. Imaginó que su hijo estaría abriendo los regalos traídos por Papá Noel y, entonces, una duda se instaló en su pecho, haciendo que corriera desbocado hacia la camioneta: ¿existirían posibilidades de que por sus venas corriera algún porcentaje de sangre nórdica?



No hay comentarios.:

Publicar un comentario